Colón enfrenta problemas crónicos en su infraestructura. Las calles en mal (o pésimo) estado, un basural a cielo abierto y la falta de obras en los barrios (fuera del centro) son parte de la realidad cotidiana.
Sin embargo, a pesar de esto (y más), el colonense ha optado por el silencio. No se registran protestas visibles para reclamar por mejoras o cambios, algo que llama la atención. O quizás no...
Este comportamiento, más que sumisión, parece ser el resultado de una resignación colectiva. Las normas sociales casi genéticas de la comunidad, donde gran parte son empleados públicos o dependen del turismo y el comercio, desalientan la crÃtica abierta al gobierno local.
Las relaciones personales cercanas y las interacciones diarias con las autoridades crean una "barrera" para el reclamo, por miedo a generar tensiones en un entorno donde todos nos conocemos.
A esto se suma la figura del intendente, quien por las redes sociales ha cultivado una imagen "familiar", con videos donde se lo ve cocinando o compartiendo momentos familiares, generado una división: para algunos, esta estrategia refuerza su popularidad, mientras que para otros es vista como una distracción frente a la falta de respuestas a los reclamos.
El conformismo (o mansedumbre) colonense no es necesariamente una muestra de aprecio por el estado actual de las cosas, sino una señal: la gente ha perdido la esperanza de que sus reclamos sean escuchados.
La percepción de que poco puede cambiar, combinada con el pensamiento de "evitar conflictos", mantiene a la ciudadanÃa en una postura pasiva, aceptando las falencias sin cuestionarlas abiertamente.
Por eso Colón está como está.